Una más en Taipei

Una más en Taipei

Oficialmente ya era una más en Taipei. Ya estaba lista mi tarjeta de residente, ya podía ir a recogerla para saltar con ella a la nueva fase: dejar de ver Taipei desde el ojo de una turista y empezar a vivir la ciudad desde las entrañas, desde el día a día, desde una rutina que empezaba como una montaña rusa.

Ya comenzaba a conocer muy bien mi residencial barrio. Después de varias semanas empezaba a diferenciar perfectamente mi calle de las demás y a saber por qué esquina girar para llegar justo a mi bloque. Ya estaba muy familiarizada con la gran tienda de la esquina, cualquier cosa que necesitase de la A a la Z estaba ahí dentro. Los supermercados PX Mart y Wellcome me ayudaban a llenar mi espacio de la nevera. Cada día aprendía nuevos atajos cambiando la ruta para volver a casa o por pura equivocación cuando giraba por la esquina de otra manzana, eso me hacía conocer nuevos sitios dónde comer, de esos pequeñitos con gente mañosa en los fogones y con tanques gigantes de sopa a disposición como cortesía de la casa.

La verdad es que desde el primer mes empecé a darme cuenta de que no me sentía tan desarropada al otro lado del mundo ni sentía demasiada falta de compañía, no sé si es porque no era la única que se sentaba a comer sola en los restaurantes o porque realmente estaba disfrutando mucho de estar enfrentándome a esto a solas.

Hay algo muy bonito y valioso detrás de cruzar unos cuantos mil kilómetros y una gran barrera idiomática y es aprender a no dejarte distraer de ti misma, verte a ti misma como tu pilar de hormigón armado, como el colchón sobre el que tirarte sin miedo a hacerte daño. Aprender a enraizarte fuerte sobre ti misma para dejarte mecer como un junco que se dobla pero que acaba volviendo a su lugar.

Gracias a que había decidido que no me iba a dejar arrastrar por la frustración de no entender algo, pedir comida ya me parecía más fácil y entretenido. No había menú de restaurante que no pasara por el filtro de mi querido Pleco, mi app de consulta favorita durante todos estos meses. Es verdad que tardaba algo más en pedir un plato pero salía de allí con unas cuantas palabras nuevas y el estómago también me acababa agradeciendo la espera.

Cogía el bus a diario para llegar al barrio de la universidad, el 611. Todavía me acuerdo perfectamente del número. Ya no se me olvidaba que había que validar la easycard siempre al subir y bajar. Casi desde el primer día me guardé en el bolsillo un nuevo hábito de supervivencia: agarrarme nada más subir para no acabar estrellada contra alguna barandilla. Literalmente podías salir volando cada vez que se cerraban las puertas y el conductor pisaba el acelerador. Cada día me sorprendía más lo habilidosa que era la gente mayor en el autobús, se notaba que estaban más que acostumbrados a una velocidad que podía romper caderas.

Cada día que pasaba necesitaba menos mirar el mapa, los 7-eleven del camino me hacían de marcadores visuales y me ayudaron a aprenderme la ruta de casi media hora que hacía a diario sentada en el 611.

Los horarios de los buses, los horarios para bajar la basura y qué días de la semana se podían bajar qué residuos, las horas que pasaba en las bibliotecas, el número de caracteres nuevos que aprendía por semana y hasta por día ya eran cifras que formaban parte de mi rutina.

Empecé a usar la bici pública como una más para desplazarme a casi todas partes igual de pronto que empezó a hacerse evidente lo que no detecté del anuncio de mi piso. Empezaron a aflorar fricciones de convivencia, empezaba a sentirme en pleno territorio nicaragüense que cada día me parecía más lodoso. Sí, vivía con tres nicaragüenses. Dos chicas, un chico. Éramos tres nicaragüenses y una española en un quinto piso de un barrio pudiente de Taipei, en la zona sureste del centro de la capital. Empezaba a darme cuenta de que mis tres compañeros y yo no teníamos nada que ver, ni en la forma de convivir ni en la personalidad. Aún así quería agarrarme a algo, quería agarrarme a la esperanza de que saliera bien. Eso no tenía por qué ser tan difícil de gestionar…

Mientras tanto yo me aferraba a lo que me gustaba para liberarme de tensiones, me aferraba a las pequeñas cosas. Me gustaba mucho levantarme los fines de semana con la luz natural que se colaba a través de la terraza hasta mi cama. Me gustaba cómo me acompañaban mis nuevas compañeras de habitación, ellas que se volvían hacia la luz, que me veían amanecer todos los días desde sus pequeñas macetas. Me gustaba el olor a incienso que subía hasta nuestra cocina, trepando desde el templo que teníamos la suerte de tener justo debajo hasta nuestra quinta planta. Al incienso volátil no le costaba tanto subir los cinco pisos a pie que me regalaba mi edificio sin ascensor.

En cuanto me acordaba iba apuntándome los parques, los templos, los mercados, los barrios que quería visitar y las excursiones que quería hacer cuando las bibliotecas y yo nos dábamos un descanso para dejar de vernos por unas horas.

Entre el estudio y la convivencia cada día estaba más agotada. Cada día me sentía más incómoda en mi propia casa y echaba terriblemente de menos la calidez de un hogar. Ese sentimiento que tanto se echa de menos cuando desaparece, ojalá hubiera podido abrir el hatillo del final de mi palo, encontrarlo ahí dentro, sacarlo, desdoblarlo y extenderlo encima del edredón de mi cama para sentirme más a gusto.

Cada día me costaba más volver a casa, cada vez alargaba más los días fuera de ella, cada vez me daba más rabia sentirme así. Lo reconozco, cada día que pasaba más se me enquistaba esa convivencia difícil de cambiar. La suciedad, el desorden y la dejadez exasperaban a mi Marie Kondo interior.

Pero es verdad, esta convivencia también me dio muchos buenos momentos intercambiando el castellano y el español latino, eso me lo guardo con cariño.

¿Qué mejor que quedarse con lo que suma e intentar convertir lo que no es tan bueno en algo mejor? Pepito, siempre atento y despierto, se quedó con la copla de esta última pregunta y no tardó en repetírmela para convertir lo antes posible este pesar mío en algo… Mejor.

*A mi también me encanta la foto de hoy pero esta no es mía. (Photo by © Lisanto)

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