Una casa de chicas

Una casa de chicas

Tengo tantos recuerdos concentrados de la que fue mi segunda casa y primer sitio en el que sentí hogar de verdad en Taipei, que necesito dedicarle un post entero, así que abrimos paréntesis para presentar esta casa de chicas, de siete chicas.

Después de lo que me costó encontrarla, ya sólo faltaba empezar a vivirla, vivir la convivencia a la taiwanesa, una convivencia que esperaba que fuera muy diferente de la que había tenido con mis excompañeros de piso nicaragüenses.

El hábito de quitarme los zapatos en la planta de arriba antes de bajar a nuestra casa ya estaba más que integrado. Este hábito de destalonarme las zapatillas que me encantaba, pero no cuando tenía prisa, me obligó a frenar los ritmos para dedicar un minuto a quitarme los zapatos tranquilamente cada vez que entraba en casa.

Entrar en casa ya con prisa no era buena idea y, obligarme a empezar con ese ritual lento de descalzarme me enseñó a desacelerar desde que llegaba a casa. Tengo que decir que me he traído muchos hábitos de Taiwán, y este es, sin duda, uno de los que más me ha gustado integrar, me parece que hace mucho bien.

Así que, entraba, dejaba ahí, entre las zapatillas de mis compañeras las mías y, bajaba en calcetines por las escaleras de madera a nuestra casa. Todavía no sé si esos pares de chanclas de plástico rosas, grises y azules que había en los estantes del zapatero de madera tenían dueña, o si la tuvieron y se quedaron huérfanas, o si las puso nuestro casero para nosotras pero nadie las usaba. Un buen Marie Kondo zapatero no habría estado mal, ganas no me faltaron, lo reconozco.

Ya no veía casi a mi casero y a su hijo desde el día que firmé el contrato. Sabía que ellos y el resto de su familia vivían en el piso de arriba, que el casero era quien bajaba a limpiar nuestras zonas comunes y que, si necesitaba algo podía preguntarle a su hijo, que era quien se encargaba de la gestión de la casa.

¡Vale, pues vamos a convivir entonces!

No tardé mucho en conocer ciertos hábitos de mis compañeras antes siquiera de verles la cara. El baño fue el primer lugar en el que me empecé a dar cuenta de ciertos detallitos con los que tendría que lidiar. Pasaron pocos días hasta que no tardé mucho en pensar: «oye chicas, que yo también creo que está muy bien romper con el tabú de la regla femenina, pero se me ocurren mejores formas de visibilizarla que esta que estoy viendo…» Si tenéis suficiente imaginación, sabéis a qué me refiero, voy a intentar no ser demasiado explícita con la imagen de la que estoy hablando.

Cada vez que entraba al baño, yo entraba como quien no quiere ver cucarachas y cuenta hasta tres con la mano sobre los ojos, para darles tiempo a que desaparezcan del campo de visión. Vamos, que cada vez que entraba al baño, intentaba no hacer contacto visual con la pobre papelera a la que se le tenía tan poco respeto. «Lo siento amiga, no tengo nada en tu contra, pero es que hay algunos días que me resulta bastante desagradable cruzar la mirada contigo».

A día de hoy y cuando lo pienso, creo que no debería haberme quedado con las ganas de dejar un cartelito en pro de una convivencia más higiénica y empática que tanta falta hacía.

Yo, como chica, no voy a negar que no estuviera algo acostumbrada a ver sin querer cosas así desde hace años, pero me resultaba inevitable que lo primero que me viniera a la mente fuera la imagen de mi casero bajando a limpiar los baños… Si yo, que entiendo de qué va esta vaina, no quiero ver nada que asome de esa papelera de baño si no es necesario, creo que él menos aún… «Pobre hombre», pensaba yo. ¿Por qué no dejó él un cartelito o, mejor aún, por qué no le compró una tapa a la papelera? No habría sido tampoco el fin del problema, pero bueno, algo hubiera mejorado. En fin, es algo que todavía me pregunto… ¡Ojalá haya habido avances!

«En fin, asuntillos de convivencia», pensaba yo. «Aunque si en higiene femenina estamos así, no sé si quiero compartir más espacios más allá de la nevera… En el fondo me alegro un poco de que no haya cocina que compartir.»

Mis compañeras de casa realmente eran compañeras de baño, nevera y pasillo. Nos veíamos poco, nos cruzábamos de vez en cuando. Pronto descubrí que unas eran más habladoras que otras.

Yo era la última en llegar, y me gustaba presentarme a quién me cruzara por primera vez. Si podíamos hablar un rato, pues genial, y sino, pues también bien, ya sería sino otro día. Quedaban todavía algunos meses por delante para saber más de ellas.

«La casa, check. Mis compis, check, creo que las he visto ya a todas». Ya las iría conociendo más en los próximos meses.

Bueno, pues esta fue la casa en la que viví muchísimas noches de mosquitos y estudio, madrugadas amenizadas por el broken english de nuestra compañera africana del final del pasillo, tardes de turnos esperando para poder poner mi lavadora, duchas a lo wet bathroom y mañanas echando de menos la luz natural del antiguo piso del que me fui.

Pero todo esto era lo de menos porque… ¡Y lo feliz que me sentía yo en este barrio de montaña y río!

*A mi también me encanta la foto de hoy, pero esta no es mía. (Photo by © Nicola Bushuven)

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