Sentir hogar

Sentir hogar

Ya había pasado más de un mes desde la mudanza y no puedo dejar de abrazar ese momento en el que me hice caso y me hice el favor de recoger mis cosas y abandonar aquella otra casa en la que mi energía se hizo jirones.

Cuando sientes hogar lo sabes, y cuando no, también. No puedo evitar acordarme de lo mucho que había echado de menos volver a sentirme a gusto en casa, una necesidad básica para mí. En mi nueva casa encontré esa sensación reconfortante que tanta falta me hacía, y si había algo que tenía claro en ese momento era que, esa sensación no la iba a dejar marchar, así que la arropé bajo mi edredón para que se sintiera tan a gusto conmigo como yo con ella.

En mi nueva casa sentía esa alegría de cuando has perdido algo y meses después alguien te toca la espalda para devolvértelo cuando te giras. Así es cómo me sentí, que habría abrazado fuerte a cualquiera que hubiera pasado por mi lado en ese momento. Sentía que mi energía había vuelto, que había encontrado el peldaño que me faltaba, ese que hay que subir para sentir hogar entre las paredes en las que vives, para hacer de un techo y unas paredes más que eso, hacer de ellos el ala bajo el cual siempre encuentras refugio y comodidad. Sentir eso en mi nueva casa me devolvió todo el bienestar que un mes y medio atrás se había ocultado demasiado bien en el escondite al que decidimos jugar.

Y así, sacrificando todo lo que me había atraído de la anterior casa, dejé atrás mi primer capítulo de Taipei de convivencia complicada y encontré aquí un sitio en el que sentirme bien, un barrio auténtico que me acogió y que me llenaba con su pequeño mercado y su entorno natural.

Al cambiarme de casa, pasé, en muchos aspectos, casi de un extremo a otro. Dejé un barrio moderno de bloques residenciales y oficinas en edificios altos y cambié a un barrio más modesto al lado del río y la montaña. Cambié la luz natural de mi antigua quinta planta por la poca luz que entraba por la ventana de mi habitación a la que muy rápido le cogí mucho cariño e hice muy mía.

También pasé de un baño occidental para mí sola cuyas tuberías de la ducha se atascaban, a compartir dos baños a la oriental, de esos a los que no le hace falta una avería para que se moje todo el suelo al ducharte. Ya sabía yo que al final no me libraría de probar el famoso wet bathroom, pero vale, ¿por qué no? Ya me iba apeteciendo un nuevo reto asiático al que enfrentarme…

Sustituí la cocina que tanto me costó encontrar por dos neveras en las que me busqué un hueco, un dispensador de agua que enamoró a mi kettle, y el microondas que teníamos en la planta de arriba. Total, que más daba, si aquella idealizada cocina que vi en el anuncio de mi anterior casa y que tantos momentos «ratatouilleros» me robó resultó ser casi impractible.

«Hogar, sí, ya veo», me decía Pepito, «hogar de los mosquitos querías decir». «Bueno, calma, que no eres el único que los sufre. Peor estoy yo, que ya no sólo tengo tus susurros, ahora también me orquestan la noche los mosquitos sedientos de hierro que no he conseguido matar durante la tarde a carpetazo limpio…»

Y en cuanto a la convivencia, ya no sólo estaban con nosotros los mosquitos, también me cambié de continente: salté de Nicaragua a China, haciendo una pequeña escala en algún lugar de África. Mi nueva casa era un piso de cinco chicas asiáticas discretas colonizado por el broken english de la chica africana del final del pasillo. Yo era la última en llegar, así que ahora ya sí, conmigo éramos siete y la casa estaba en su máxima ocupación.

Muchas cosas habían cambiado y me esperaban muchas cosas por vivir aquí. Me costó poco empezar a guardar el nuevo hábito de quitarme los zapatos cada vez que entraba en casa y ya no tenía por qué frustrarme con una casa desastrosamente sucia, ahora era nuestro pobre casero el que bajaba a limpiar las pocas zonas comunes que teníamos.

Y aunque sigo pensando que toda convivencia es una carretera con badenes que a veces son difíciles de sortear, casi todos los que me encontré aquí me parecieron como una pista recién asfaltada por la que me costó mucho menos circular. Después de todo esto yo sólo sé que con empatía y respeto la carretera siempre se puede convertir en un sitio en el que todos los patines rueden mejor…

*Foto propia (Photo by © Halfasianpía)

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