Seguir aprendiendo

Seguir aprendiendo

Antes de llegar a Taiwán tuve que escoger dónde quería estudiar. Había decidido que quería que fuese en Taipei pero el abanico seguía siendo tan amplio que había que acotar y quedarse con una sola varilla. Así que lo hice lo mejor que supe, parando a preguntarme a mí misma. ¿Qué estoy buscando? ¿Qué sintoniza conmigo?

Había algo cristalino en mi cabeza y era sencillamente que quería aprender. Quería aprender de alguien que supiera y quisiera enseñar bien. Quería poder volver a casa en unos cuantos meses con la maleta llena de valor, llena con la plenitud de saber que había disfrutado de esto, que me había cundido, que había crecido por dentro unos cuantos centímetros más. Centímetros invisibles de puertas para afuera pero no para mí.

¿Qué estoy buscando? ¿Qué sintoniza conmigo? Con esas preguntas bien presentes en mi cabeza y después de muchas horas leyendo, investigando y comparando, decidí. Aposté. Eché todas mis cartas a NCCU, National Chengchi University.

Aposté por alejarme de opciones más conocidas, más concurridas y más céntricas. Huí de las primeras opciones a las que iban los guiris como yo. Yo sabía que quería retarme y sobre todo rentabilizar mi tiempo así que aposté por más horas de clase a la semana. Aposté por mí en esa Universidad, en esa U, como dirían mis compis nicaragüenses.

Al poco de llegar entendí que todas esas horas que gasté decidiendo dónde estudiar, no las gasté, las invertí. Había invertido en una buena elección, la que mi intuición me había aconsejado. Ella que está siempre ahí, tan poderosa, tan presente, tan difícil de esquivar. Tan lucero cuando hay que decidir.

Aunque se dejaba intuir, yo a estas alturas aún no era consciente de lo bien que había conseguido elegir. No sabía aún la suerte que iba a tener de ser alumna de una gran profesora de chino como aún no había conocido a ninguna. Ella era, y es, tanta pasión y vocación por enseñar un idioma tan difícil reunidas en una persona tan bondadosa y bonita que me va a costar olvidarla. Gracias por poner tu luz en mi camino, 周老師.

Desde el primer día de clases volví a adoptar mi nombre chino como si fuera el único que tuviera, el que elegimos para mí cuando era pequeña: 仁人. Yan-yan en cantonés, Ren-ren en mandarín. Volví a abrazar con fuerza la mitad de mis raíces, la mitad de mi identidad. Escribir los caracteres de mi apellido y de mi nombre sin dudar del orden de los trazos ya tenía asiento en la primera fila de mis automatismos.

Las clases las dábamos en lo alto de la montaña, cosa que a mí me hacía feliz. Sólo por el entorno, ir todos los días a clase de chino me ponía de buen humor. Tan verde, tan abierto, tan energético. La montaña volvía otra vez, yo la había elegido otra vez. Cuando cierro los ojos y me dejo volar a esas mañanas me recuerdo cruzando el puente, recuerdo cómo nos saludábamos todas las mañanas la mujer del acceso al campus y yo, me recuerdo empezando a subir la cuesta de la montaña con el vaso de café en la mano. Recuerdo esa cuesta como minutos para repostar mi energía para las intensas horas que venían. La cuesta que me preparaba para los días que mentalmente esas horas se me triplicaban como la sensación térmica, como cuando tu cuerpo suda los 40 grados que el termómetro no marca.

En cuanto a las clases, me gustaba mucho haber aterrizado en un pequeño crisol de culturas capturado entre cuatro paredes. Estados Unidos, Inglaterra, Turquía, Mongolia, Tailandia, Japón, Vietnam, España. Eso éramos, ocho nacionalidades reunidas en Taiwán con un mismo objetivo. Me encantaba jugar en mi cabeza a las siete diferencias entre el carácter occidental y el oriental que se reflejaba en mi aula. A las siete diferencias entre el carácter extrovertido del americano y el del introvertido del mongol. A las siete diferencias entre el recorrido vital de mi lado derecho, una mujer americana en sus 60 y el de mi izquierda, una joven turca tres veces más joven que ella.

Disfrutaba mucho de mi compañera de mesa, ella, en sus 60, profesora de Antropología en la Universidad en la que estábamos estudiando mandarín. De ella admiraba su positivismo, su capacidad para reírse de sus errores en todo momento, de cuando se inventaba las palabras y me tocaba adivinar lo que pasaba por su mente por el contexto de su frase.

Ella fue un claro ejemplo para mí de que los límites se los pone cada uno, una demostración de que ningún contexto está restringido a ninguna franja de edad siempre y cuando tú no te impidas entrar en él. Una persona vital, sin barreras en su cabeza que siempre estaba riéndose y me contagiaba su energía para seguir escalando esos ladrillos de los que me hablaba Pepito.

La vida son espejos, ahora más que nunca lo entendía. A mi otro lado, una joven turca de 19 años luchando por la extrema excelencia en todos sus exámenes. La perfección, el cien sobre cien. La fustigación por un 99 sobre el papel. Qué tortura, qué presión, qué cárcel. Un 99 puede significar cosas tan distintas para según qué forma de ver las cosas… «Pepito, no me dejes nunca perder el foco de esa manera, por favor.»

El placer de equivocarse, ahora más que nunca lo valoraba y me aferraba a su lado positivo. El placer de subir peldaños, el placer de resbalarse con un suelo recién fregado que te enseña a ir pisando poco a poco sobre lo que ya has comprobado que está seco pisando antes sobre mojado montones de veces. Pepito, tan pesado, tan maestro, me decía: «El día que no te equivoques preocúpate porque algo dentro de ti estará marchitando, tu brote de bambú estará perdiendo altura.»

*Foto propia. (Photo by © Halfasianpía)

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