Me voy de excursión

Me voy de excursión

Vamos a remontarnos a ese fin de semana, a ese sábado en el que decidí irme de excursión.

Durante la semana yo ya me había organizado mentalmente un plan para vaciar un poco mi cabeza de horas sentada en la biblioteca y de otras muchas cosas que me estaban pesando de vivir en una casa que me daba más dolor de cabeza que descanso al volver a ella.

Había un sitio de la isla que quería conocer y llevaba escrito en mi lista justo el tiempo límite para que ya no pudiera aguantarme más las ganas de ir. En el mes de octubre la convivencia se me estaba haciendo tan cuesta arriba que necesitaba algo de aire fresco para romper parte del cemento mental que se me estaba acumulando sin querer. Fue una de esas veces cuando simplemente necesité desconectar para reconectar conmigo misma.

Sé que ese día me levanté muy temprano, preparé mi mochila y mis cámaras mientras la casa aún dormía y cerré la puerta tras de mí para ir a coger el bus que me iba a llevar un poco lejos de allí. Necesitaba resetear, necesitaba estar cerca de algo que me ayudara a hacer clic del lado del OFF.

Después de dos buses y de las vistas a través del cristal llegué a donde quería, a un precioso cabo de la costa noreste de la isla perteneciente al distrito de Wanli, en New Taipei, la región que rodea la cuenca de la capital.

Cuando llegué al Geoparque de Yehliu había mucha gente, hacía un día soleado perfecto para salir de excursión y parece que no fui la única que lo pensó. He de reconocer que este rincón de la isla me conquistó nada más llegar. Estaba pisando una verdadera maravilla de la naturaleza que borró mis pensamientos uno a uno dejando una sola cosa en mi cabeza: buscar parecidos razonables en las formas de las rocas erosionadas, como cuando buscas formas en las nubes. Había salido la niña pequeña que nunca dejo que se pierda dentro de mí, la que siempre está conmigo, la que me hace disfrutar de los pequeños placeres como los que me iba a llevar de vuelta a casa ese día.

Había rocas a las que alguien ya les había encontrado un alter ego y todos los que estábamos allí ese sábado queríamos ponernos delante de la famosa cabeza de la reina, del pájaro, de la chancla, del helado, de las velas o del hipopótamo, entre otros muchos, para verlos con nuestros propios ojos y convencernos de que efectivamente se parecían mucho a lo que decían.

Quién sabe si dentro de unos cientos de años la erosión les convertirá en otra cosa o si a la reina se le afinará tanto el cuello que perderá la cabeza, si la chancla se quedará en sólo suela, si el pájaro perderá sus alas, si al helado se le caerá la bola antes de que se derrita, si las velas dejarán de tener llama o si el hipopótamo se erosionará tanto que ya no se le verá asomarse por encima del agua…

Yehliu era justo lo que necesitaba ese día. Necesitaba caminar entre esas formaciones rocosas esculpidas por el agua y el viento que parecían champiñones, a veces hasta sintiéndome en un paisaje un poco lunar o un poco marciano si no fuera porque había demasiada gente a mi alrededor que me recordaba que aún no se me habían despegado los pies de la Tierra.

Andando y andando llegué hasta el faro para desenredarme de la multitud, subí hasta los miradores de madera bordeando el mar. Verlo y oírlo sólo a él sin voces de fondo me devolvió a ese estado de paz mental que me encanta encontrar.

Terminé el día paseando por el distrito de Jinshan 金山區, recorriendo la antigua calle de Jinbaoli 金山老街. Allí vi a algunos señores en mitad de partidas de ajedrez chino, a otros preparando perlas de tapioca en cestas de bambú trenzadas, a señoras muy mayores rodeadas de montañas de taro atando verduras para venderlas en manojos y a otros muchos detrás de sus puestos humeantes vendiendo la cena. Retratando estas escenas con mi cámara acabé metida de lleno en su night market y terminé cenando sentada delante de un templo bajo la luz de una cadena de farolillos rojos hasta que recogieron las banquetas en las que me había sentado.

Cuando ya se apagó el cielo y estaba esperando el bus para volver a Taipei recuerdo hablar con dos señoras en la marquesina con esa amabilidad tan suya de la que hablé que se vuelve contagiosa. Me acuerdo mucho de esa conversación que empezó porque querían saber mi historia y no tardaron en recomendarme lugares y comida. Todavía me acuerdo de ellas, con esa amabilidad a la taiwanesa, que cuando llegó el bus lleno con sólo una plaza libre pidieron a toda la fila que subiera yo.

Coger la mochila y viajar sola es una de las cosas que más he disfrutado estando en Taiwán pero no porque no me guste viajar acompañada sino porque es una experiencia que no cambiaría. Viajar sola me ha aportado tanto como viajar con alguien más a mi lado, simplemente creo que es una manera diferente de viajar, un verdadero aprendizaje que me ha servido para enraizarme más y por qué no decirlo, para apreciarme más.

Viajas con otra percepción, con otra seguridad, una mucho más profunda, la que sale instintivamente cuando sabes que no hay nadie más contigo. Viajas con otra forma de hablarte a ti misma porque pase lo que pase, sólo estás tú, lo mejor y lo peor de ti. Viajando sola me di cuenta del coraje que era capaz de sacar, de que saqué recursos que me había creído durante mucho tiempo que no tenía y que eso no era verdad. Sin nadie más viajando a tu lado sacas quien eres y te ves, te ves de verdad sin filtros ajenos.

Viajando sola confirmé que estar conmigo misma no tenía nada de triste, más bien todo lo contrario, es simplemente genial si sabes estar a solas y te atreves a asomarte bien dentro de ti.

*A mí también me encantan las fotos del mosaico de hoy, pero estas no son mías. La de la portada sí es propia (Photo by © Halfasianpía)

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