Fíjate en ti ayer

Fíjate en ti ayer

Con la mudanza por fin había dejado atrás una convivencia que me había apretado más de lo que yo hubiera querido e imaginado. Y aunque ahora cargaba con un foco de estrés menos en mi mochila taiwanesa, el peso de las horas de clases seguía, también el de las tardes que echaba en la biblioteca, el del bombardeo de exámenes y el de la exigencia asiática para no perder mi beca.

Todo eso seguía, pero mi persistencia también seguía y como Pepito no se había movido de su puesto de vigilancia, eso me hacía sentir que ante cualquier mala pisada no estaría sola.

Estudiar chino tradicional era un reto, pero era un reto en el que yo había decidido enmarañarme, nadie me había empujado ahí más que yo misma y eso sólo quería decir una cosa: yo misma tenía que saber cómo encararlo.

Tenía que aprender a poder con él, tenía que aprender a que no me costara adaptarme a una clase en la que todo el mundo parecía conocer mejor esos caracteres que yo, que no los había visto en la vida, que no sabía leerlos ni escribirlos. Tenía que aprender a no dejarme llevar por una clase en la que era difícil no compararse sin querer. Y yo, que huía de esa comparación que se me quería pegar como una lapa, que no quería llevármela conmigo como si se me hubiera pegado un chicle en la suela de la zapatilla, me aferré a una frase que me dijo mi profesora de aquellos primeros meses.

Una frase que me pareció que debía llevar de bandera conmigo en esos momentos: «No te fijes en los demás, fíjate en ti, en cómo lo hacías ayer, en tu progreso.»

«Fíjate en ti ayer» se convirtió en un llavero nuevo que tenía que llevar siempre enganchado a mis llaves, en una canica que no paraba de caerse y resonar en mi cabeza. Me agaché, la recogí, me la quedé y la hice rebotar con eco dentro de mí para escucharla hasta que se dejara de oír. Fue una frase que me vestí debajo de la chaqueta y me la recordé todos y cada uno de los días para centrarme en mi ritmo y no dejarme avasallar por el de los demás.

Una frase que a Pepito le gustó tanto que se la bordó en su pijama y me la enseñaba antes de darme las buenas noches. Él, que tantas veces me ha dicho que mirase dentro de mí siempre que buscara una respuesta, estaba contento de irse a dormir obligándome a leer esa frase de su pijama todas las noches, a ver si así se colaba en mi fase de sueño REM para interiorizarla.

Y sin que él lo sepa, a fuerza de escucharle, con él es con quien he aprendido que a veces está bien ponerse las anteojeras como si fueras un caballo para no mirar a los lados y sólo de frente. Él me ha enseñado a ver que lo que más voy a necesitar es lo que lo que hay de puertas para adentro, me ha enseñado a no olvidarme de ello, a cultivarlo, a quererlo, a regarlo, a hacerlo crecer, a sentarme con paciencia cada día delante para ver un florecer que parece invisible pero que me ha prometido que un día veré si no me canso de llenar la regadera todos los domingos.

Aferrarme a esa frase me hizo disfrutar de mis pequeños progresos sin compararme con nadie más que con mi yo del día anterior, me hizo no perder la curiosidad por ver hasta dónde me podía hacer llegar con las anteojeras puestas.

*Foto propia. (Photo by © Halfasanpía)

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