¿Dónde viví?

¿Dónde viví?

Sigo estrenando secciones, en la de hoy, entro de lleno con los dos pies en mi vida en Taipei.

La vida en la ciudad de las puertas metálicas comenzaba con buscar la mía. ¿Cuál sería mi puerta metálica durante esos meses? ¿En qué barrio viviría? ¿Tendría una convivencia sana con mis compañeros? ¿Conseguiría un buen balance precio-calidad? ¿Buena comunicación hasta el campus? Y no menos importante para mí: ¿Me alegrarían el portal unas cuantas macetas de plantas?

Buscar algo que cuadrara con lo que mi cabeza me había dibujado iba a ser difícil. Como cuando un perro maleducado anda por delante de su dueño y estira de la correa, mis expectativas idealistas sobre el piso que me gustaría encontrar me pasaban de largo de una zancada. Mi parte racional corría para amordazarlas, corría para recordarme que tenía que bajarme de la idea prefabricada que estaba creando sin querer. Efectivamente, cumplir con algunas de mis expectativas se volvió una montaña difícil de escalar, sobre todo porque en Taiwán las cocinas brillan por su ausencia y yo me empeñaba en tener una.

La cocina era un requisito bastante importante para mí que no quería dejar pasar. Lo reconozco, la necesitaba y la había tomado como una de las arterias principales de la búsqueda del piso. La cocina es una de mis válvulas de escape, estar sin ella me hace la vida mucho más triste y mucho menos viva. No quería renunciar a poder hacer mi comida casera, a mis pequeños grandes momentos a lo Ratatouille.

En esta búsqueda no me centraba en metros de más o de menos, no buscaba un piso alto desde el que ver las vistas o una habitación grande, no buscaba nada específico porque de antemano sabía que ir con un plan rígido no me iba a servir para nada más que para acabar bien cogida de la mano de la frustración. Lo que buscaba era un sitio en el que poder tener mis pequeñas grandes cosas a salvo, lo que a mí siempre me hace salir a flote cuando hay días en los que siento que se hunde un poco la proa. Quizás por eso me aferraba a la idea de una casa con una cocina decente.

Sólo buscaba eso, mis básicos con los que estar a gusto. «Perfecto» para mí simplemente significaba convertirlo en un hogar, fuera la casa que fuera necesitaba sentir que iba a ser mi hogar por unos cuantos meses.

No voy a decir que fue fácil, buscar casa se me hizo un trámite pesado y desesperante. La cocina se hacía rogar y pronto se unió también el baño a esa resistencia. El juego del escondite ya se me estaba haciendo demasiado largo, ya me estaba cansando de contar y de que no apareciesen ni la cocina ni el baño detrás de ninguna esquina.

Algo fallaba en la búsqueda, muy probablemente mis expectativas. Podía oír a Pepito regocijándose y tenía razón, quien avisaba no era traidor. Fue entonces cuando decidí descartar mis estándares occidentales y enfocarme en el nuevo, el oriental.

Taché de la lista la cocina, taché el baño occidental y escribí wet bathroom en su lugar.

Voy a ser sincera, la cocina la podía sacrificar con mucho dolor pero no quería pasar por el aro del wet bathroom. ¿De verdad no podía optar a algo más que a un baño con una ducha que no fuera sólo una alcachofa colgada de la pared en el que se mojaría absolutamente todo el baño sin excepción al ducharme? Si era así ya podía empezar a descabalgarme seriamente del listón de mis básicos.

«Vale, vamos a ver. Pues si no hay cocina, no la hay y punto. Pues si no hay ducha más allá de una triste alcachofa sin cortina, pues no la hay. Tú te amoldas y ya está. Cosas mucho peores hay en la vida.»

Y ese fue mi nuevo enfoque hasta que, entre montones de anuncios, encontré el piso. El piso en el que me quedaría.

¡Un piso con cocina, y qué cocina! Pero no, no se quedaba ahí lo que esa casa tenía que ofrecer. Tenía un salón grande y la que sería mi habitación era muy amplia, tenía baño privado estilo occidental además de una terracita donde colgar mi ropa recién lavada. Era un sueño encontrar esa joya después de dejarme los ojos viendo anuncios de pisos.

Ese parecía el piso perfecto. Buen barrio, bus directo hasta el campus, cocina bien equipada y ni rastro de baño húmedo en el que empapar todo el suelo. Habitación, baño y terraza propia. La búsqueda había merecido la pena.

Yo estaba feliz de haber podido cumplir con mis básicos y rebasarlos y aunque ya debería saber que no es oro todo lo que reluce no iba a tardar mucho en darme cuenta.

Esta fue mi casa pero no mi hogar, nunca llegó a serlo. Y con esto enciendo la mecha y la cuenta atrás para la crónica de una mudanza anunciada…

*A mi también me encanta la foto de hoy, pero esta no es mía. (Photo by © Esther T)

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