Con la autoexigencia en los talones

Con la autoexigencia en los talones

Aquí estoy de vuelta para seguir con el hilo temporal y hacer que el primer semestre de clases llegue a su fin de una vez.

Que el primer semestre llegase a su fin significaba pasar un examen final en el que aparecerían de golpe esos cientos de caracteres que llevaba a mis espaldas. ¡PAM! Encima de la mesa me miraban unas cuantas hojas llenas de caracteres bien juntitos. Empieza el examen, empieza la cuenta atrás para leerlos y entenderlos rápido, sin tiempo que perder.

¿Que qué tal me fue? Pues se acabó el tiempo del examen y yo no pude terminar la parte escrita y, cuando me convocaron para el oral me quedé en blanco.

Para ese día había estudiado, y mucho. Había sacrificado horas de sueño, y muchas. Pero pareció como si todo eso no importara, todo lo que me había preparado se esfumó, la libreta se quedó vacía y de pronto noté como si con el sonido de un chasquido desapareciera todo de un tirón, como si de un codazo un bote de pintura se derramara por todo lo que estaba escrito. Eso sentí mientras me hacían las preguntas, un borrón mental que me hizo quedarme en blanco en el oral, me bloqueé y no supe defender mis respuestas como a mí me habría gustado.

Y después de aquello, recuerdo cómo me vine abajo como un soufflé que no se debería haber desmoldado aún y me sentí como la masa que el rodillo no deja de aplanar y no puede recuperar su volumen.

Lo que me pasó en ese examen no fue más que una de las muchas veces que me he bloqueado y he pensado que esa versión bajo candado a la que no le salían las palabras era yo. Fue una de las muchas veces que me he creído que esa versión tan empequeñecida bajo la ansiedad de la autoexigencia era yo.

En aquél examen, frente a aquella presión, ese monstruo vestido de autoexigencia que tantas veces ha venido a verme, el que me quiere acompañar a todas partes aunque yo le diga «oye, hoy mejor quédate en casa, por favor», volvió a aparecer sin mi permiso.

Ojalá hubiera crecido con la maravillosa idea de que equivocarme no sólo estaba bien, sino que equivocarme y abrazarme a ello era mucho más necesario e interesante que acertar a la primera. Ojalá no hubiera crecido bajo el ala que asfixia de la autoexigencia que te pide, te pide y te agota.

Y en ese momento, después de que tuviera que entregar mi examen sin terminar, me sentí como si me estuviera presentando, sentada en una de las sillas de una sala de desintoxicación: «Hola. Yo también, yo también estoy aquí porque soy una autoexigente. Porque me pido esto, y lo otro y no sé parar.»

¿Por qué me sentí tan mal si me había dejado la piel en el tiempo que tuve? ¿Por qué sentí culpa y no orgullo? ¿De dónde venía toda esa culpa si en el fondo lo único que quería era sentirme orgullosa de mi esfuerzo?

¿Por qué me autoflagelé, por qué sentí tanta frustración, por qué me pesaron las cadenas de los «debería haber…» y de los «tendría que haber…»? ¿Por qué, quién o qué me hizo cargar con todo eso? ¿Por qué se me encaramaba ese pensamiento a la espalda si lo único que quería hacer con ello era gritarlo y quitármelo de encima?

Y él, mi pequeño gran Pepito me decía: «Deja de autoexigirte, te recuerdo que el látigo es mío y jamás lo he usado contigo. Deja de usarlo tú, te lo tengo prohibido. Hace menos de dos meses no sabías leer ni escribir no sé cuántos caracteres, no sé por qué te echas la bronca.»

Como siempre, él tenía razón: yo tampoco sabía por qué lo estaba haciendo.

Después de aquél examen Pepito y yo tuvimos la gran charla, en la que yo apunté los consejos de una voz que nunca se silencia cuando la necesito a mi lado, una voz que siempre enciende velas cuando no hay luz suficiente para ver la barandilla a la que agarrarse.

Quería hablar con la autoexigencia, necesitaba hablar con ella, así que decidí tener un diálogo con ella que me ayudase a ponerla en su sitio.

«Si te miro de frente sé que sólo eres un nudo. Sé que por muy tenso que estés te puedo aflojar, porque sé que, igual que te haces, también te deshaces. Sé que en el fondo sólo quieres sacar lo mejor de mí, pero por favor, deja de pisar el acelerador, porque no me quiero estrellar cuando me obligas a subirme en tu carrito desenfrenado.»

«Toma Pepito, hazme un favor, pégale este post-it a la autoexigencia en la puerta de su habitación y asegúrate de que lo lea.» «Hola. Sígueme si quieres, pero por favor, no me pises.»

Y yo me repetía que ella y yo podíamos llevarnos bien, sabía que podíamos llevarnos bien. Y aunque sabía que no iba a ponérmelo fácil, yo estaba dispuesta a aprender a entendernos y a que respetáramos el sitio de la otra. «Nos vamos a llevar bien, amiga. Dame tiempo y ya verás cómo puedo aprender a bailar contigo.»

Ese examen simplemente fue otra de mis batallas con ella, con la autoexigencia. Quedarme en blanco me ayudó a seguir entendiendo que no quería continuar subiéndome en un carrito que puede descarrilar. Me ayudó a seguir entendiendo que tenía hablar con aquello que fuera que estaba conduciendo el carrito para quedarme yo al mando de las marchas y controlar la velocidad.

Acuérdate, tú y yo nos vamos a llevar bien, querida amiga Autoexigencia. Ese examen sólo fue otra forma de recordármelo. Claro que nos vamos a llevar bien.

*A mi también me encanta la foto de hoy, pero esta no es mía. (Photo by © Kelly Sikkema)

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