Colmando el vaso

Colmando el vaso

«Te conozco demasiado bien» me susurraba Pepito. «Hace tiempo que ya sabes que no quieres vivir más aquí. Es más, ya sé que cuando entraste por primera vez en esta casa algo no te terminó de encajar.»

Y es verdad, en eso tenía razón Pepito. El primer día que pisé la casa, que me asomé a la cocina y vi cómo gritaba para que alguien la limpiara, la intuición me avisó pero no quise hacerle caso, pensé que había que darle una oportunidad a la convivencia antes de opinar. Entonces Pepito volvió a asomarse a mi oído para no ser tajante: «no pasa nada, prueba, todo se puede corregir o cambiar más adelante».

Ese momento de cambiar del que Pepito me hablaba llegó. El cemento mental iba ganando peso y yo no pensaba dejar que engordara más. Él, siempre a mi lado, sentado en mi hombro, sacando su lupa para asegurarse de que estaba decidida, no me iba a abandonar ahora que ya había entendido que él tenía razón.

La casa se había convertido en una nevera perdiendo agua y mojando todo el suelo, en tuberías atascadas y suelos de baños inundados a cada ducha, en una pobre basura escalándose a ella misma hasta que la Torre de Pisa no se sostenía más y el suelo de la cocina se convertía en un juego de piezas de puzle sucias y desperdigadas.

Ya no era una casa, era una cocina perpetuamente sin recoger, cáscaras de huevo y platos con restos de comida en el fregadero queriendo no morir ahogados allí, cazuelas llorando con los fondos quemados de hacer palomitas, un suelo más gris que blanco y una encimera pidiendo auxilio en la que me quedaba pegada si no la limpiaba antes.

Era un salón que ya nunca dormía solo, siempre acompañado de bolsas de plástico y restos de la cena de la noche de ante, ante y anteayer tirados durante días encima de la mesa. Ellos eran nuestros nuevos inquilinos invitados como si de repente se hubiesen vuelto invisibles y nadie los viera.

Era el cóctel molotov perfecto para acabar lentamente con la paciencia de alguien que necesita vivir en un espacio que dé buenas vibraciones.

Todavía cuando lo traigo a mi mente, me cuesta entender el por qué de todo esto, el por qué alguien querría vivir así. ¿Por qué dejar de cuidar un sitio al que querer volver, el que te representa y te recoge cuando ningún otro lugar sabe hacerlo mejor que tu propia casa? ¿Por qué dejar de cuidarla hasta que te devore así la energía?

Ahora entiendo que quizás el problema era que, de los cuatro habitantes, sólo me la devoraba a mí.

Lo cierto es que me daba mucha rabia y tristeza ver la casa así. Una casa maltratada llena de posibilidades que lloraba de verse en ese estado, una casa que yo estaba feliz de haber encontrado y de la que me había enamorado al verla antes de pisarla se convirtió en un lugar que me drenaba la energía cada vez que entraba en ella.

Por más que hice de mi habitación un lugar en el que escapar de todo el resto de una casa que sin querer oscurecía su propio brillo no conseguía evadirme de todo lo que la inundaba cuando cerraba mi puerta. Era como si aquello traspasara el quicio de mi puerta por la ranura que quedaba debajo de ella.

Y así, día tras día, a la semilla que plantó Pepito le dio tiempo a germinar y yo empecé a hacer rodar los engranajes del cambio. Empecé a preguntar a mis conocidos por sus alquileres, a buscar por mi cuenta, a llamar por teléfono y a concertar visitas a pisos.

Y esa voz que nunca me abandona, esa mano que cuanto más la necesito más me estrecha la mía me decía «Tranquila, sigo aquí contigo». «Lo vas a encontrar, confía en mí. Te va a costar pero vas a llegar, que no se te ocurra dudarlo». Bendito Pepito, gracias por no apagar nunca tu linterna en mitad de los túneles que cruzamos en penumbra.

Buscar piso en ese momento para mí fue un reto, un reto de los que a veces aparecen para decirte algo, para ponerte de frente con tus «no puedo» y quitarte la razón. Un reto que venía para levantar con una mano las cuerdas del ring en el que me iba a meter y que me iba a colocar delante a la desesperación y a la frustración y me iba a decir «mira, estos son tus contrincantes, a ver si puedes con ellos. Son pasivos pero aguantan mucho, no dejes que su peso muerto te aplaste. Toma tus guantes.»

Y yo me decía a mí misma: «Venga, eso es, coge los guantes». Recogí todo el gurruño que había hecho de mí misma y lo volví a hacer una madeja, ordenada y coherente. Y me puse los guantes.

Vamos a por ello. ¡Vamos a ver pisos, vamos, vamos!

A mí también me encanta la foto de hoy, pero esta no es mía. (Photo by © Adam Nieścioruk)

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