Buscando mi hogar

Buscando mi hogar

Cada vez me gustaba más la zona de la Universidad, su entorno y el tipo de barrios. Cada día fantaseaba más con la idea de mudarme a esa zona y tener la montaña más cerca de mí.

«Si es lo que te gustaría, ¿por qué no hacerlo realidad?» Gracias Pepito, gracias por ponerle voz a mis pensamientos. Así que pensado y hecho, empecé por investigar barrios en Google Maps y a recorrérmelos los viernes después de las clases para ver qué sensación me daban y si notaba esa chispa que tiene que saltar cuando conectas con algo. Ya no sé cuántas calles de los barrios de Xindian 新店區, Wenshan 文山區 y la zona de Muzha 木柵 recorrí en busca de esa sintonía.

Visto que como pasa en cualquier lugar del mundo, las oportunidades de los pisos vuelan, no podía dejar que mi futura casa desapareciera por no haber actuado antes así que di un paso más y escribí un buen guión para poder llamar por teléfono y concertar visitas lo más rápido posible sabiendo que probablemente me contestarían con alguna palabra que no tenía preparada y que no iba a entender. Así es como me metí de lleno en la búsqueda de un nuevo piso, en la búsqueda de un sitio que poder convertir en un hogar.

Fue una etapa intensa, no puedo decir que fue pesada porque en cierta manera disfruté de todo este camino lleno de pequeñas espinas, pero sí puedo decir que fue frustrante ver tantos pisos que no se correspondían con lo que esperaba después de ver los anuncios. Además también se añadían condicionantes que me hicieron más complicada la búsqueda, como el periodo de estancia, ya que al ser menos de seis meses muchos sitios ya estaban completamente descartados por mucho que me gustaran.

Y yo, que no encontraba esa chispa que me dijera «éste sí», esa luz al final del túnel a la que agarrarme en unos días en los que el peso de la convivencia me estaba doliendo como si me hubiera cargado sacos de grava a los hombros, sentía cómo el peso de la desesperación hacía resbalar poco a poco la toalla de su sitio. Pero antes de que se cayera al suelo mi mano volvía a colocarla bien recta.

Pasaban días y semanas, iba agotando opciones y sentía como si un contador fuese tachando las horas que me quedaban de combate dentro de ese ring imaginario en el que mis contrincantes me iban acorralando contra las cuerdas. Y yo me repetía: «No me vais a aplastar, no me vais a ganar, así que aflojad la pasión que le estáis poniendo a intentar derribarme».

Y parece como si a veces la vida jugara contigo, como si fueras una marioneta a merced del destino que alguien manejara desde arriba y subiera y bajara los cursores de tus emociones. Y digo esto porque en el momento en el que noté que se me empezaba a quebrar una de las patas en las que se apoyaba mi persistencia para no tirar la toalla, en el momento en el que rompí en lágrimas de rabia y cansancio, apareció un anuncio que parecía recién bajado del cielo. Después de tanto desacertar, no me podía creer las calidades de las habitaciones que estaba viendo, ni el precio que valían ni dónde estaba localizada la casa. Noté que ese anuncio era diferente, había algo en él que me decía que «éste sí». Noté que esos hilos de los que alguien estaba estirando desde arriba se destensaron de repente y sentí alivio, un profundo alivio.

Me acuerdo cómo sentí que se abría el cielo por encima de mí, tanto que dije para mis adentros: «aquí hay un gato bien gordo encerrado y aún no sé dónde tiene esa grasa de más». No me parecía posible lo que estaba viendo pero daba igual, yo iba a llamar corriendo nada más salir de clase para ir a comprobarlo.

No me lo pensé ni un minuto, llamé y tras hablar con no sé cuántos miembros de su familia, conseguí dar con el casero que vino a buscarme a la estación de la policía que estaba a pocos metros del portal.

El casero me enseñó y me explicó el piso que estaba a diez minutos andando de mis clases, a pie de la montaña y por donde pasaba todos los días antes de cruzar el puente y subir la cuesta de todas mis mañanas. Era un bajo reformado con ventanas a ras de calle y bastante gusto para lo que había estado viendo estas semanas. Él en ningún momento me puso restricciones más allá de que me tenía que quitar los zapatos al entrar en casa, no me exigía un periodo mínimo de estancia y todos los condicionantes que tan presentes estaban para todas mis anteriores opciones de pronto se esfumaron.

Era viernes, acababa la semana, una semana emocionalmente destructiva si no fuera porque tuve quien me aliviara un poco, la compañía de mis padres que cruzaron miles de kilómetros para pasar unos días conmigo.

Una vez que cerramos la puerta, la decisión era mía. El casero me dio esa tarde de viernes para decidir y las primeras horas del sábado como límite. Al día siguiente iba a venir otra chica a ver la habitación y si ella le decía que sí antes de que yo contestara algo, ya sabemos cómo acaba la frase…

Me quedaría sin piso.

A mí también me encanta la foto de hoy, pero esta no es mía. (Photo by © Clement Souchet)

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