Bus a Kenting

Bus a Kenting

Ya en el sur de Taiwán, el clima tropical estaba tardando demasiado en pronunciarse, así que de repente, así como le gusta aparecer a él, dio la bienvenida con una de sus ruidosas trombas de agua. Si eso iba a servir para que la noche fuera más fresca, bienvenido era el diluvio de media tarde.

Después del bus, la llegada y la lluvia, aún quedó tiempo para bajar a ver cómo atardecía la playa que estaba a dos pasos del bed&breakfast. Con esa luz tan naranja cobriza y tan cálida que el sol regala cuando ya está cansado y con un arcoíris de fondo, encontré mi pequeño placer del día tirado sobre la arena: fósiles de coral blanco. Ya sé que probablemente no me los debería haber llevado de allí, pero había tantos que no lo pude evitar. Me los llevaba para que conocieran más isla, ya habían pasado mucho tiempo muy al sur, seguro que viajar al norte y descubrir Taipei les haría ilusión. Lo siento corales, es que me enamoré de vosotros.

Con los corales yo ya me iba feliz a la cama, pero aún había que cenar y fue aquí cuando apareció en escena el night market de Kenting, también a dos pasos del bed&breakfast. Mucha luz, muchos puestos, mucho ruido y mucho humo. No fue el mejor mercado nocturno que he pisado pero aquél helado de mango que cerró la cena estaba rico.

Amanecer, desayunar y alquilar la moto: todo estaba listo para salir de ruta e intentar llegar a todo. Bordeando la costa, la primera parada era pisar la playa de día e imaginar al velero poniendo rumbo a algún lugar que dicen que recuerda la gran roca Chuanfan 船帆石. Con las sandalias llenas de arena, era hora de la siguiente parada. Si de algo me acuerdo nítidamente del Parque Nacional de Eluanbi, de su faro y de sus miradores de madera es que me derritieron de calor. Me encantó el parque pero admito que lo sufrí más que lo disfruté. Ese día sucumbí al 100% al modo taiwanés: acabar abriendo el paraguas como si fuera un parasol. «Donde fueres, haz lo que vieres.» Justo en ese momento entendí que el paraguas vendría siempre conmigo: llueva, truene o el sol achicharre, no sin mi paraguas.

En fin, después de ese gran descubrimiento, hacía falta una ducha, eso sí que era innegociable. Después, rumbo al punto más al sur de toda la isla, el Southernmost point de Taiwán. Ver el mar cuando el sol te devora es como un respiro, aunque no puedas llegar a él, de pronto sientes como si a través de la brisa pudieras mojarte los pies. Me encanta llegar a estos puntos clave, me hace sentir como si hubiera llegado al confín más recóndito. Ese era el punto más al sur de todo Taiwán, más allá sólo el mar y el horizonte.

Había que terminar el día con un atardecer especial, uno de los más bonitos del mundo según parece: el que se ve desde Guanshan 關山. También fue el más bonito que me perdí, porque cuando el sol está cansado ya no entiende de cuántos kilómetros quedan por recorrer en moto para llegar a verle. Fue una pena no llegar a ver ese inmenso sol yéndose a dormir, pero las últimas líneas de sol y el horizonte bañado en cobre que siempre se reserva a quien llegue tarde es una buena forma de resarcirse.

No pasa nada, una cena local para despedirse de Kenting lo iba a arreglar todo. Después de esperar en un banquito de madera frente a la puerta, ya había mesa disponible. Almejas, pescado, espinacas, panceta de cerdo, un buen bol de arroz blanco recién servido de una cocedora de arroz humeante. Taburetes de plástico, neveras de donde coger tu propia bebida, rapidez, ruido de platos y el estómago contento, eso era una buena cena local que recordar.

*A mi también me encanta la foto de hoy, pero esta no es mía. (Photo by © Chen pin ju)

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